Definitivamente creo que
soy de otro planeta. En algún momento debí caer de la nave en la que me
encontraba, cruzar la barrera del espacio-tiempo y salir despedida cual
proyectil hasta dar con mis huesos contra el suelo. Más el golpe debió dejarme
una amnesia selectiva, pues nada recuerdo de mi entorno anterior y sé que no puedo
volver a casa, no, al menos de momento.
Pero mi parte interna debió
de quedar intacta, es decir, la base del pensamiento, la que define quién soy,
no sufrió daño alguno y es por ello que sospecho
que mi forma de pensar es tan opuesta y disonante con el resto de humanoides de
este planeta, y comienzo a intuir que no estoy sola del todo, sino que hay por
ahí alguno más de los míos, aunque sospecho que son pocos, muy pocos.
Desde el principio fui un
enigma, ya cuando llegué nadie me esperaba y me recibieron con el trato
correcto que se da a una visita inesperada, era algo incómodo que había llegado
sin avisar. No debía hablar el mismo idioma y todo esfuerzo por conseguirlo fue
a parar a tierra baldía, pues nunca
logré hacerme entender o conectar con el entorno, tan solo con el tiempo
aprendí ciertos códigos terrenales que me sirvieron para esquivar dardos y
desarrollar una capacidad sorprendente en el arte del escapismo.
La escuela no fue menos, no
entendía yo a aquella panda de personajes abusadores que nada me enseñaban y
mucho me exigían, sin dar crédito a tanto cúmulo de información lanzada a modo
de piedras y tanta disciplina militar ejecutada sobre pequeños infantes
uniformados de bata rosada o azul celeste que portábamos a modo de insignia
determinante del miembro que colgaba, o no, entre nuestras piernas.
Enseguida fui consciente de
la importancia que ello tenía en el organigrama piramidal de aquella sociedad,
ya que el mismo colgajo o la falta de él, condicionaba los juegos, los amigos e
incluso las conductas entre seres que aparentemente poseían idénticas
cualidades intelectuales.
Luego llegó la liturgia del
pastoreo, donde como corderos desfilábamos conducidos por sospechosos individuos
hacia una supuesta luz que nada dejaba ver y de la que todo se debía intuir. En
aquellas catedrales jamás hizo aparición iluminación alguna sino paladas de
incongruencias. Pecaminosas conductas por cometer que ya había que purgar ante
los expectantes ojos de la manada. Dos días me duró la atención en semejante
comedia, volviendo yo a sentir la clara sensación de estar fuera de lugar,
momento o época y empezar a maquinar el retorno a mi mundo extraterrestre.
No obstante, en un intento
de adaptación al medio hostil y por puro instinto de supervivencia cruce más de
dos aros y algún que otro circulo vicioso que me llevó directamente al tornado
del desconcierto y ya sin más opción que aceptar la realidad me posicioné en la
clara evidencia de que por más empeño que yo le pusiera este mundo no era el
mío.
Me crecieron uñas en el
alma y pelos en la lengua, mi piel se tiñó de azul intenso y mute a mi forma
natural, lo que soy hoy en día, y lo que evidentemente siempre fui, un ser
extraño que desentonaba y destacaba allá donde fuese, indomesticable y rebelde.
Por fin había aceptado mi condición alienígena y podía empezar a dirigir mis
ondas cerebrales hacia el espacio exterior.
Y he aquí que me hallo hoy,
infiltrada y bien camuflada de forma camaleónica entre la población, para no
levantar sospechas, expectante y alerta a la espera de recibir la señal que me
indique que la puerta cuatridimensional ha sido abierta y me permita regresar
al mundo al que pertenezco.
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